Resulta sorprendente ver cómo entra y cómo sale el cliente en las sesiones de coaching. Cada uno a su manera, a su ritmo y siguiendo su propio proceso, acaba “germinando”. Esta palabra es, a mi modo de ver, la que mejor describe lo que pasa en esos sorprendentes encuentros, porque siempre hay un “añadido”, un «algo más» y una fuerza de empuje “desde dentro hacia afuera”, movilizado todo ello por el propio cliente.
¿Cómo se llega a esto en apenas una hora de encuentro? El primer paso es estar ahí, el haber tomado partido por uno mismo y decidir hacer algo al respecto. Esa disposición ya te predispone al siguiente paso (y eso que ni siquiera sabes cuál va a ser), pero la energía, buscando su camino para avanzar, se empieza a mover generando “raíces” en la tierra y “conexiones” en el cielo. Con “raíces” me refiero a pasos concretos y físicos (acciones en toda regla) y con “conexiones” aludo a todos esos pequeños relámpagos de luz e intuiciones que te van poniendo en contacto con tu sabiduría interior y con el universo.
Esos pasos rememoran de alguna manera los primeros que empezamos a dar en nuestra niñez. ¿Recuerdas cómo eran?: agarrados a la confianza amorosa y orgullosa de tu acompañante; con esa peculiar forma de andar de puntillas, para entrar en confianza y conectar con lo nuevo; tambalearse, caerse, levantarse, reír y llorar. Todos estos ingredientes se juntaron entonces para conseguir que te irguieras en pie ante la vida y ahora de nuevo los vuelves a convocar para seguir erguido y continuar viviendo.
Y todo esto se hace entre coach y cliente, preguntando y escuchando, sintiendo y percibiendo cómo se abre la semilla poco a poco y cómo de alguna manera entre los dos y de puntillas, construimos un confortable “vivero” en el que de la oscuridad brota la luz.