Me lo encuentro corriendo todas las mañanas, salvo aquéllas en las que yo no voy a dar mi paseo por el campo. Es curioso que haya reparado en él: su edad (rondará los 70 años), su carrera (pasos cortos y rítmicos) y cada día su amable sonrisa. Y yo con 20 años menos realizo el recorrido andando. Nos cruzamos varias veces cada día, cada uno a su manera. Hace semanas que me lo asigné como aliado, porque le atribuí el valor de la perseverancia, la constancia y el tesón que acompaña a la edad y a la experiencia en la vida. Y cuando me encuentro falto de esta cualidad en mí, recuerdo a mi nuevo «viejo» aliado.
Esta mañana le observo según se acerca hacia mi. Sus pies son un arado que va, una y otra vez, abriendo el surco en la tierra del camino. Al mismo tiempo yo siento mis pies amortiguándose en la suave tierra ablandada por la lluvia. ¡Es el momento de sembrar! Qué curiosa asociación de ideas y de intenciones: arar la tierra y sembrar las ideas. Allí arriba, en el lugar donde se han generado, no logran densificarse y es preciso bajarlas a tierra, sembrarlas y aportar las condiciones y atenciones adecuadas para que se materialice todo su potencial.
Sí, eso es, primero un movimiento de arriba a abajo, descargando las ideas desde el mundo sutil de la mente. A continuación la siembra, en el lugar adecuado, prestando atención y cuidados a lo que estoy haciendo y con la intención que les he puesto. Las raíces se ocupan de «encarnarlas en el mundo» y darles soporte y alimento. Ya no queda más que el movimiento inverso hacia arriba y mi creación, materializada en la tierra, crece y se expande, cumpliendo su misión. Hoy ya veo y siento cómo mi proyecto está enraizado en este mundo y crece. Los frutos están cerca, en cuanto la primavera suavice el rigor del invierno.
Ángel