Caminando una tarde por un sendero, descubrí un insólito lugar. Un lugar en el que, deleitado en su contemplación, mis pasos yo ralentizaba y al mismo tiempo los volvía a escuchar.
Hasta allí me había guiado mi soledad, hasta un curioso lugar con una especial sonoridad y en el que, como un acompañante susurrante, todo lo que yo allí decía y sentía, al momento se me repetía.
Lo primero fue el tris-tras de mis pisadas al caminar, más tarde el tono de mi voz y al final, hasta el sonido de mis pensamientos y el latido de mi corazón nuevamente descubrí.
En el suelo me senté y, durante un buen rato, muchas cosas me conté y me escuché. Cosas que ni siquiera sabía que podía y quería decir.
A mi regreso, por el sendero a un anciano me encontré y con gran amabilidad y dulzura esto fue lo que me preguntó:
– ¿De dónde vienes por este solitario sendero?
– De hablarme y escucharme un rato, -fue lo que le contesté.
– Entonces lo descubriste al fin, -me dijo sonriendo. El «Eco» a tu encuentro salió y tu soledad acompañó. Ya sabes quién eres y hacia dónde caminas.
Así fue cómo una tarde lo descubrí. Ahora, cuando me quiero escuchar, busco un poco de soledad, elijo un sendero y me pongo a caminar. Allí, cuando me hablo y me escucho, me emociono y me «siento» y al final encuentro lo que busco: a mí